El Miedo y Los Ataques de Pánico
El miedo y los ataques de pánico mantienen una
estrecha relación, según mi experiencia tanto personal como profesional. En
anteriores artículos ya os hablé del miedo como emoción, así como de algunos de los múltiples miedos que existen en
nosotros; como el miedo escénico o
el miedo al cambio, entre otros. En
el artículo de hoy comentaré la relación que se establece entre el miedo y los ataques de pánico, también denominados
como crisis de ansiedad.
El miedo es una
emoción universal, de hecho todos en
algún momento de nuestra vida hemos sentido miedo. El miedo es una de las
principales emociones que nos ha permitido evolucionar como especie. Sin miedo
todos hubiésemos muerto en alguna situación u otra, ya sea por imprudencia o bien por temeridad. Veamos
un ejemplo; imaginemos al cazador de la era paleolítica en busca de un animal
para alimentarse. El cazador sale al bosque y en un momento dado se encuentra
con un gran mamut. Ante dicha amenaza
el miedo es lo que permite al cazador ponerse en alerta y reunir toda la
energía disponible en su organismo para enfrentarse al peligro, todo ello en
milésimas de segundo. En estos difíciles momentos, el miedo funciona como una señal que advierte al cazador del peligro, y moviliza su facultad para
evaluar los recursos de los que dispone para enfrentarse a dicha amenaza. La
percepción del peligro, y por tanto el nivel de miedo que sienta, variará según
la estimación que realice de esos recursos. En este caso la amenaza supera con creces el nivel de
recursos del cazador, en consecuencia el nivel de miedo será elevado y
seguramente optará por escapar, pues no va a verse capaz de superar el peligro.
Si no sintiésemos miedo en nuestra vida,
el cazador del ejemplo hubiese durado poco frente al mamut, y quizás hoy ninguno
de nosotros estaría aquí.
Seguramente todos estaremos de acuerdo que los peligros a los que nos enfrentamos en
nuestra vida diaria no tienen punto de comparación con tener que enfrentarse a
un mamut salvaje, como tenía que hacerlo nuestro antepasado. Sin embargo aunque
racionalmente lo podamos entender, a un nivel más instintivo el cerebro sigue siendo un eficiente detector de amenazas, y los niveles de miedo ante
una situación cotidiana pueden llegar a ser similares a los de nuestro
antepasado, aunque objetivamente no exista un peligro de tal magnitud como el
de ser atacado por un mamut. Seguidamente explicaré los motivos que pueden
explicar esta desproporción.
En primer lugar la percepción que tenemos sobre el miedo en nuestra sociedad. Existe un
elevado grado de ignorancia sobre esta emoción,
así como la forma saludable de gestionarla. Percibimos al miedo como algo negativo, que no deberíamos sentir. Desde pequeños
se nos enseña que los valientes (aquellos que no tienen miedo) están mejor
valorados que los cobardes (aquellos que sienten el miedo). De esta forma aprendemos
que el miedo es algo rechazable, que
no debemos aceptar. En este sentido la
tarea es doble para nosotros; por un
lado cuando aparece el miedo nuestra reacción es no querer sentirlo, y por
tanto lo reprimimos, pues no deseamos que nadie se dé cuenta de aquello que
estamos sintiendo. Anhelamos mantener nuestra buena imagen ante el resto de personas, por ello hacemos grandes
esfuerzos para evitar ser juzgados como cobardes.
Por otro lado al sentir miedo,
y por la educación recibida, nos sentimos indignos, y en consecuencia nos
despreciamos y descalificamos a nosotros mismos por darnos el espacio de sentir
miedo. El resultado en ambos casos es el mismo, acabamos reprimiendo nuestros miedos,
los evitamos, los contenemos y los escondemos siempre que tenemos ocasión.
Un segundo motivo que puede explicar la desproporción entre el
estímulo percibido y el nivel de miedo es la relación que se establece entre represión y
autoconcepto, en otras palabras, la represión
de los miedos favorece a que la imagen que tenemos sobre nosotros mismos sea
cada vez más negativa. La explicación es que cuando reprimimos el miedo no
dejamos que una parte de nosotros mismos se exprese y por tanto se muestre ante
el mundo tal y como es. Perdemos así nuestra libertad, la libertad de dejarnos ser. En consecuencia nos veamos
obligados a adoptar máscaras ante
los demás para disimular nuestros miedos. Si esta falsedad se mantiene en el
tiempo acabamos dominados por las máscaras y lejos de aquello que realmente
somos, provocándonos malestar al no ser honestos con nuestra esencia.
Esta inadecuada relación con nuestros miedos nos conduce a no
querer reconocerlos, y por tanto a hacernos daño. Este daño se refleja en una
progresiva evitación de las situaciones susceptibles de generarnos miedo, por
ejemplo tener que hablar en público. Con el tiempo el miedo va restringiendo
nuestra libertad personal, pues provoca que evitemos todas aquellas situaciones
relacionadas con hablar en público. La evitación
nos conduce a creer que no disponemos de los recursos necesarios para enfrentarnos a dicha situación; como más
evitamos, más inútiles y menos aptos nos sentimos para enfrentar la situación
temida. Esta percepción de incapacidad
personal nos desvaloriza y daña nuestra autoestima.
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Todos estos factores conducen a que acabemos teniendo una
pobre imagen de nosotros mismos, nos limita al hacernos ver que no disponemos de
las aptitudes o habilidades
necesarias para enfrentarnos a la vida. Por este motivo, cuando surge una
situación amenazante y hacemos una valoración de nuestros recursos para enfrentarnos a ella, y debido a nuestra pobre imagen,
siempre saldremos perdiendo, por lo que el nivel de miedo y la tendencia a la evitación van a ir en aumento. Asimismo,
y debido a esta percepción de falta
de recursos, la sensibilidad ante el
miedo se va a agudizar, es decir, cada vez seremos más susceptibles de
sentirnos amenazados por algún estímulo externo.
Por este motivo situaciones de la vida cotidiana como tener que hablar en público, una discusión de
pareja o tener que pedirle un aumento a nuestro jefe, pueden provocar que nuestro
cerebro lo perciba como si estuviésemos ante un temible mamut que amenaza
nuestra existencia.
La relación entre el miedo y los ataques de pánico surge cuando
hacemos de la evitación y la represión un hábito. Como más reprimimos los
miedos mayores son las probabilidades de sufrir un ataque de pánico.
Cuando reprimimos nuestros miedos de forma crónica, no los atendemos y tampoco les damos
espacio para que se expresen, sin duda conseguiremos que desaparezcan de
nuestra conciencia. Sin embargo esto
no significa que los eliminemos de nuestro ser, todo lo contrario, pues a un
nivel inconsciente los miedos van a
seguir existiendo, y no solo eso, sino que como más los reprimamos, más
seguirán creciendo en nuestro interior. Cuando los niveles de miedo llegan a un punto tan elevado que
nuestro inconsciente ya no los puede
contener, retornan de forma somática a nuestro consciente, estallando en forma
de ataque de pánico. El ataque de pánico
surge de todos estos miedos crónicos
que no hemos atendido, que hemos ido reprimiendo y que han estado creciendo en
un nivel inconsciente hasta el punto
de estallar, como una presa que ha estado conteniendo las aguas de un rio y
finalmente acaba por desbordarse al no haber regulado su caudal. Para evitar
llegar a esta situación extrema debemos estar alerta ante posibles síntomas que nos señalen que no estamos
gestionando nuestros miedos de forma
saludable; insomnio, tensión,
insatisfacción ante la vida, problemas estomacales, son algunos de los
indicativos que nos pueden informar sobre la deficiente gestión de nuestro
miedo, y por tanto nos invitan a tomar cartas en el asunto.
Para evitar llegar a una situación
tan extrema como es el ataque de pánico,
debemos estar atentos a todas estas señales que nos envía nuestro cuerpo, así
como no dejarnos llevar por los fantasmas de nuestros miedos.
La actitud ante el miedo
debe ser de escucha, entender que el
miedo forma parte de nuestra vida y que debemos darle su espacio, al igual que
otras emociones en nuestra vida, como la tristeza o la alegría. Si cuando el
miedo aparece lo reconocemos, le
damos su espacio, sin entrar en conflicto con él, y nos dejamos unos momentos
en el no hacer, simplemente observándolo y estando presentes, veremos como en unos momentos el miedo se reduce. La
fuerza del miedo y su influencia limitadora
en nuestra vida, proceden de nuestra oposición
a no querer sentirlo, así como de la futurización catastrofista que hacemos de sus posibles efectos. Como más nos
esforcemos en no querer sentir el miedo,
mayores se volverán sus efectos limitantes en nosotros y más esclavizado nos
tendrá a su voluntad. Si damos
espacio a nuestro miedo sin juzgarlo, ni juzgarnos a nosotros por sentirlo, e
incluso nos permitimos expresarlo al resto de personas, esto ya será un primer
paso para empezar a relacionarnos con nuestro miedo de una forma más saludable.
Para acabar os dejo con una frase del filósofo Alain
relacionada con el tema.
“Quien tiene miedo sin
peligro, se inventa el peligro para justificar su miedo”. Alain.
Leslie Beebe
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